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Internacional de la educación
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Blog: Lo que he aprendido de Ron Thorpe

publicado 7 julio 2015 actualizado 15 julio 2015

El secretario general adjunto de la Internacional de la Educación David Edwards reflexiona acerca de la carrera, la vida y la influencia de su amigo y colaborador Ron Thorpe, que falleció la semana pasada tras una larga enfermedad.

Por David Edwards, secretario general adjunto de la Internacional de la Educación

A lo largo de mi vida he tenido el privilegio no solamente de conocer a gente maravillosa, sino también de pasar algún tiempo con ellos, aprender de ellos e incluso, en ocasiones, de colaborar en importantes proyectos. Ron era uno de esos gigantes. Y ahora que tengo que decirle adiós, me gustaría hacer una breve reflexión sobre lo que he aprendido de él como amigo, como intelectual público, como líder y como visionario.

Le conocí por primera vez cuando yo todavía estaba en la National Education Association (NEA), cuando organizábamos la primera Cumbre Internacional sobre la Profesión Docente y la celebración de la enseñanza y el aprendizaje de la WNET. Hablamos varias veces a la semana durante varios meses y por fin le conocí en persona antes de entrar a una cena organizada por los Leeds con motivo del lanzamiento del informe PISA. Cuando el entonces presidente de la NEA, Dennis Van Roekel, nos presentó, dio un paso atrás y dijo «Vaya, pensaba que serías más alto. Por teléfono parecías más alto.» A lo que Van Roekel respondió « ¡ Era más alto cuando empezó a trabajar con nosotros!» Y todos nos reímos. Era el comienzo adecuado de nuestra amistad, ya que constantemente intentábamos hacernos reír mutuamente.

También nos unían nuestros orígenes del sudoeste de Pensilvania, con sus fábricas de acero y sus ríos. A menudo hablábamos y compartíamos historias sobre cómo habíamos llegado desde allí hasta Cambridge (Massachusetts) y de ahí al mundo. Eran trayectorias poco frecuentes y poco comunes, y con varios años de diferencia, pero sabíamos lo determinantes que habían sido en nuestra comprensión del poder transformador de la educación y de la importancia de conectar con la gente. Siempre me escuchaba cuando le hablaba de mis hijas y me animaba a que hiciera lo necesario para estar presente en sus vidas. Hasta el punto de que en una ocasión tuvimos una reunión mientras caminábamos hacia una pastelería de Nueva York a comprar pastelitos para el sexto cumpleaños de mi hija, que celebrábamos en Bruselas al día siguiente. Fue cuando me confesó que todavía se colaba en casa de su hija para esconder los huevos de Pascua.

Me encantaban sus relatos y la manera magistral en que entrelazaba mensajes con explicaciones en cada uno de ellos. El tiempo que pasó con Ted Sizer había influido en su pensamiento sobre la profesión y la educación pública. Y a su vez, mi pensamiento se había nutrido de aquellas ideas y de las investigaciones subyacentes. Su importante trabajo sobre cómo mejorar la enseñanza en Estados Unidos se ha convertido en un modelo a seguir para conseguirlo.

Una vez me explicó que el índice de titulados de Medicina era tan elevado porque habían creado un sistema concebido para asegurarse de que, en cada etapa del aprendizaje, se prestaba apoyo a los estudiantes para que sacaran adelante sus estudios. Sabía que teníamos que diseñar sistemas mejores para preparar a los docentes y que los que defendían la llegada de docentes más baratos y no cualificados estaban impidiendo a los decisores políticos y a la propia profesión trabajar juntos para lograr esa mejora. Desenmascarar a los detractores mostrando los méritos de cada una de sus disparatadas propuestas no bastaba para lograr esa transformación. Por eso, iba a trabajar con los mejores profesionales para desarrollar una idea viable que los docentes y sus sindicatos pudieran adoptar y usar como guía. Se llevaba la energía y la ilusión creadas en la WNET para infundirlas en la misión que tenía en el National Board (Consejo Nacional para Estándares Profesionales en la Enseñanza). En poco tiempo, consiguió eso y mucho más.

De él aprendí que un auténtico líder hace lo que tenga que hacer sin sumergirse en la jerarquía y el ego de los cargos políticos. Ya fuera en las cumbres o en las celebraciones, siempre se involucraba al máximo y resolvía problemas. Cuando todos estaban ocupados y hacía falta alguien que fuera a la copistería a las once de la noche, se excusaba de su deber como anfitrión ante Brian Williams, Oliver Sachs o cualquiera de los invitados que le acompañaban para rendir homenaje a la profesión docente, y cogía un taxi hasta la tienda de reprografía. Todos los que le conocían sabían que era alguien que hacía increíblemente bien su trabajo porque le importaba mucho lo que hacía.

En el panorama mundial era excelente. Recuerdo haberle presentado en la sede de la UNESCO en París, en la celebración del Día Mundial de los Docentes, donde su discurso sobre una nueva visión de los docentes más allá de los trabajadores del conocimiento —como trabajadores de la sabiduría para el mundo que queremos— arrancó una ovación ensordecedora. Fue igualmente excepcional como maestro de ceremonias del lanzamiento de la campaña de la IE Unámonos por la educación pública en la ONU, donde alzó la voz de los docentes y animó a nuestros colaboradores a actuar.

Estos días he estado releyendo sus últimos correos para escuchar su tranquila y reconfortante voz otra vez. Estoy seguro de que muchos de los que le conocíamos hemos hecho lo mismo. En uno de ellos habla sobre la importancia de continuar con su misión y la necesidad de seguir adelante a pesar de no encontrarse tan bien. Su candor, su humanidad y su corazón se apreciaban claramente en lo que escribía y lo que decía. Y, al final, eso es lo que más voy a echar de menos, incluso más que sus chistes.