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Internacional de la educación
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La peor pesadilla de un contable

publicado 12 julio 2013 actualizado 28 agosto 2013
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Así que ahora es el momento de decidir: ¿seguro que quiere seguir leyendo?

Hace algunos años en una conferencia organizada por la Organización Internacional del Trabajo sobre Prácticas de Empleo en la Educación Superior, uno de los participantes invitados por parte de los empleadores provocó un malestar evidente a sus colegas. Para su visible consternación y descontento, hizo lo imperdonable en un foro tan respetable: soltó su sincera opinión. “Es un hecho reconocido”, dijo, “que no puedes controlar lo que no puedes medir.” “Bravo, por la franqueza”, pensé, “¡esto sí que es una revelación y una explicación!”

Desde ese momento, en el que fui el beneficiario de la sinceridad imprevista de alguien que formaba parte del equipo de Dirección y Gestión, me he dado cuenta de que ya no soy capaz de diferenciar entre “evaluación” y “control”·.

“Evaluación de Calidad” es una frase tan aceptada, tan inocua, mientras que “Control de Calidad” evoca imágenes de, bueno, control e interferencia, por no hablar de tener que decidir lo que en realidad significa “calidad” en primer lugar.

Lo que mi interlocutor consiguió es hacerme incapaz de ver “control” y “evaluación” como algo más que una mano manipuladora dentro de un guante a la moda.

Cuando fui retado en una conferencia sobre educación superior a hablar por primera vez sobre el tema de mediciones/evaluación/clasificación, etc., me devané los sesos buscando un encuentro personal con la relativamente reciente obsesión (¡uuups! ¡demostración de sesgo!) con la Garantía de Calidad. Estaba a punto de dejarlo cuando recordé una historia con parábola de mi lector/a de la escuela primaria.

Una vez limpia de su, por entonces omnipresente, estereotipos racistas, la historia que contó fue una sobre un niño pequeño, de buen corazón pero ingenuo, a quién su madre le mandó a comprar una docena de huevos. “Pero estate seguro”, le dijo mientras se disponía a salir a buscarlos, “de que todos sean frescos.”

Ahora bien, como decimos en Irlanda, “los huevos son huevos” y todos tienen cáscara. ¿Cómo asegurar entonces la “calidad”? Nuestro héroe sabía y aceptaba que la Evaluación de Calidad era su objetivo número uno. Así que, aplicando la lógica de los clasificadores de hoy en día, abrió cada uno de los huevos para poder examinar su bondad interior.

¡Calidad asegurada! ¡Producto destruido! Quel dommage!

¿Qué tiene todo esto que ver con las clasificaciones en la Educación Superior?

Bien, para aquellos de ustedes que no ven lo que yo veo en lo que acabo de contar, permítanme abordar los fundamentos básicos.

Clasificar implica una comparación/evaluación de un producto, una entidad. Los clasificadores son, sin duda, gente honesta y decente. Pero, ¿qué ocurre si algo no es un mero (uuups, ¡sesgo otra vez!) producto? ¿Qué pasa si se acepta que expandir la provisión de conocimiento humano (la investigación) y su transmisión a nuevas generaciones (la docencia) no es un producto sino un proceso? ¿Qué hacemos entonces con las mediciones/clasificaciones?

¿Existen áreas de interacción (vital) humana que no puedan ser medidas/clasificadas?

Si usted se encuentra en la ópera cuando un nuevo Gigli o Pavarotti está cantando y se emociona hasta las lágrimas, ¿se levanta usted y proclama “Perdonen, pero con todos los respetos, esto es mucho mejor que la última vez que estuve aquí y no sé por qué. Así que, si me lo permiten, ¿podría comprobar (a) la respuesta de la audiencia (latidos del corazón), (b) la calidad del canto (volumen, resonancia, timbre) y (c) el entorno físico (temperatura, tamaño de la estancia)?”

¿No acaban de escuchar ustedes el sonido de una docena de huevos cascándose?

A lo largo de la historia de la humanidad nuestra literatura ha estado impregnada con la fantasía de la vuelta al mundo de los héroes y dioses que partieron.

Durante muchos años me regodeé con la fantasía de que Shakespeare, Dante, Joyce y otros volvían a una universidad cercana a mí. Ahora mi fantasía se ha destruido. Desde que entré en el mundo de las clasificaciones, todo lo que puedo imaginar es la cara que pondrían éstos, mis héroes, cuando un funcionario con buenas interiores de la OECD (la Oficina para la Efectiva Codificación del Discurso) les presentara a cada uno con un cuestionario “fácil de usar” de 15 páginas sobre qué es exactamente lo que hizo que cada uno sea lo que es ahora. Lucho por despertarme y entonces me doy cuenta. Ya estoy despierto. Bienvenidos al planeta clasificación, también conocido como AHELO (siglas en inglés para el programa de la OCDE “Evaluación de Resultados de Aprendizaje de la Educación Superior”), también conocido como “lo único que queremos saber es qué es lo que hace usted”.

Midamos. Controlemos. Después de todo, estos tíos universitarios lo han hecho como han querido durante más de 600 años y miren, sólo han conseguido crear un sistema de educación superior idóneo y de primera clase.

¡Seguro que con un poquito de medición y algún cronómetro y hojas podemos hacerlo mejor!

Déjenme concluir de una manera menos frívola. La preocupación actual sobre clasificaciones y las mediciones interminables no es un hecho  intrascendente. Quizá no constituya un crimen, ¡pero tiene sus víctimas! Existe amplia evidencia de los efectos perturbadores sobre los valores universitarios que pueden provocarse por intentar ocupar los puestos más altos en las tablas de clasificación. ¿Quién puede negar lo poco adecuado de los métodos de clasificación, incluso de los más sofisticados, para capturar la magia verdadera de enseñar y aprender?

Para aquéllos que se nieguen a reconocer el daño que han hecho y harán a ese “producto” que pretenden medir y reducir a una lista de clasificación, me van a permitir, en un gesto muy poco irlandés, se lo aseguro, citar a Oliver Cromwell: “Se lo ruego, por las entrañas de Cristo, piensen que es posible que estén equivocándose.”