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Mundos de la Educación

Credits: Slices of Light / Flickr
Credits: Slices of Light / Flickr

“Nuestra experiencia en el Proyecto Roma: dando voz a los silenciados”, por Manuel Crespo Nievas, José Miguel Megías Leyva y Begoña López Cuesta.

publicado 14 septiembre 2018 actualizado 19 septiembre 2018
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Comprometerse con el derecho a la educación de niñas y niños refugiados, desplazados a la fuerza, apátridas, solicitantes de protección internacional y migrantes, exige posicionarse por una escuela sin exclusiones, que tiene que ver no solo con la Didáctica y lo didáctico, con la investigación y la innovación educativa, sino con el mundo de los valores y la justicia social.

Este es un desafío directo a las organizaciones sindicales, con vocación de liderar transformaciones en educación, en los centros educativos y sus contextos, apoyando al profesorado, capaz de arriesgar buscando soluciones individuales e innovadoras para atender la diversidad de su alumnado, a costa de pérdidas salariales, dedicación de horas extraordinarias no reconocidas o falta de una oferta de formación especializada a su alcance, entre otros.

El Proyecto Roma, no solo es un modelo educativo para la escuela pública, sino que es un compromiso moral con esta escuela, y con todo el alumnado, que día a día pierde su dignidad y no recibe respuesta a sus necesidades, y no nos referimos a la acepción de Necesidades Específicas de Apoyo Educativo que recoge la normativa educativa, en España, respecto a la atención a la diversidad. No, no se atiende a las necesidades del alumnado etiquetando en función de sus peculiaridades y dificultades, sino ayudándole a aprender y a desarrollarse desde sus fortalezas, superando juntos y juntas, refiriéndonos a todas las personas del grupo clase, sus dificultades.

Es la historia de Abel [1], junto con su grupo clase y su familia, y su tránsito, del que también nosotros como maestros, formamos parte, la vivida desde un paradigma tradicional, basado en diagnósticos para etiquetar alumnado, para ofrecer una pobre atención fuera del aula, que lejos de ayudarle a superar sus dificultades, las acrecientan y las hacen extensivas al ámbito de lo social, haciendo que Abel cada vez forme menos parte de su grupo de iguales.

Abel llegó a nuestro colegio, una pequeña escuela de la zona rural de Granada, cuando solo tenía 4 años, con un bagaje vital muy duro para tan corta edad, debido a una familia desestructurada.

Una vez superada la etapa de Educación Infantil, no sin dificultades, llegó a Educación Primaria, formando parte de un grupo de 15 estudiantes.

Al finalizar segundo de primaria, la tutora del grupo proponía la repetición del curso de cinco estudiantes, y como era de esperar, Abel estaba entre esos cinco.

El grupo, a grandes rasgos, era: dos alumnas de familias inmigrantes con desconocimiento del castellano, una alumna diagnosticada de altas capacidades intelectuales; Abel, diagnosticado con necesidades específicas de apoyo educativo por disfemia tónica inicial severa y capacidad intelectual límite, y una amplia variedad de dificultades de aprendizaje entre el resto del alumnado, además de un clima de convivencia insostenible por la falta constante de respeto, en la que se implicaban hasta las propias familias en las problemáticas de los niños y niñas.

Como equipo directivo, llevábamos tiempo analizando las dificultades de un gran número del alumnado de nuestro centro, y que no mejoraban con las medidas de atención a la diversidad articuladas en el caso de Abel, salir de clase al aula de Pedagogía Terapéutica, y recibir también fuera de su aula atención por parte de la especialista de Audición y lenguaje, sin que dichas intervenciones supusiesen una mejora a nivel de aprendizaje o desarrollo, e incrementando la separación entre Abel y su grupo.

Teníamos claro que no se podía responder a la diversidad desde la uniformidad, pero no contábamos con el modelo que nos ayudase a articular una respuesta adecuada que posibilitara una educación de éxito y calidad para todos y todas.

El Proyecto Roma daba respuesta a las cuestiones que planteábamos: crear comunidades de convivencia y aprendizajes entre todos los miembros de la comunidad educativa, valorando las diferencias de cada persona, como una riqueza de esa propia comunidad, y todo ello de forma cooperativa.

La diversidad entendida como algo que enriquece los procesos de enseñanza y aprendizaje, en la que todo el alumnado, refugiado o no, sean cuales sean sus peculiaridades, no es que sólo pueda aprender, sino que además de eso, es capaz de ayudar a aprender a otros.

Un sólido marco teórico y epistemológico: Luria, Vigotsky, Freire, Bruner, Dewey, Habermas, Maturana…, el saber por qué se hace lo que se hace, y las experiencias de los y las docentes que llevaban varios años trabajando con el modelo, nos reafirmó en que esta era la respuesta que nuestro centro necesitaba.

Como equipo directivo, nos comprometimos en la transformación y mejora de nuestro centro, y directamente con el grupo de Abel. Esto supuso hacerse cargo de la tutoría de este grupo en tercero, sin que ninguno de los cinco alumnos y alumnas propuestos a repetir lo hiciera, lo que conllevaba perder horas de función directiva, complemento salarial por cambiar de puesto de Secundaria a Primaria… y muchas horas de lecturas y desvelos.

Durante el primer curso trabajando bajo el modelo de Proyecto Roma, la Asamblea fue la estrategia que nos permitió llevar a cabo unas cuestiones previas muy sólidas, nos permitió conocernos en profundidad, tanto desde el ámbito individual como grupal, construir un clima de confianza en el que cada cual podía expresarse tal cual era, ya que las diferencias pasaron a ser consideradas un valor, algo que nos enriquecía como grupo. No perdíamos a Abel cuando salía para el apoyo, sino que todo el grupo, varias horas a la semana, se enriquecía con dos docentes en el aula, por lo que todos y todas podíamos aprender todo, si nos ayudábamos.

También aprendimos que el contexto es el cerebro(Luria, 1995), y como tal organizamos nuestra aula (Zona del pensar, zona del comunicar, zona de la afectividad y zona de la autonomía), y el proceso lógico de pensamiento de dicha organización, que después utilizaríamos para planificar posteriormente nuestros proyectos. Construimos las normas de clase, elaboradas y consensuadas por todos y todas, desprendidas de los pequeños desencuentros y dificultades que en las interacciones de nuestro día a día surgían, haciendo de nuestra clase un aula democrática, donde vivenciaban los valores, ya que estos no se enseñan, se viven o se niegan (Maturana, 1994). [2]

Pasamos del yo al nosotros, a hacernos responsables no solo de nuestro aprendizaje, sino también del de nuestras compañeras y compañeros, conociendo cuales son nuestras dificultades, y articulando medidas para superarlas., Abel, no pocas veces desempeñó la responsabilidad de portavoz del grupo, ya que todos y todas entendían que era la que más le ayudaría a mejorar su dificultad al hablar, y no pensaban que si no exponía bien eso fuese a influir en la valoración del trabajo de su grupo, y que lo más importante era la mejora que podía suponer para Abel.

La mejora del grupo, tanto en los aprendizajes como en la convivencia era notoria, aún más asombroso en aquellos casos en los que el alumnado, como Abel, habían sido dados por desahuciados. Sin embargo, ahora comienza a ser considerado como igual por el resto del grupo, a respetar y ser respetado por sus compañeros y compañeras, a cumplir las normas de clase (con dificultad permanecía sentado más de cinco minutos), se produce el inicio de esa transformación personal y social que hasta entonces no conseguíamos.

Con la confianza y el apoyo de sus compañeros y compañeras, Abel fue elegido portavoz ante el colegio para representar a su grupo en la celebración del día del libro. La mejora en el habla de Abel fue tal, que consiguió enmudecer a todos los presentes, que esperaban un inevitable desastre.

Su evolución en el grupo fue mejorando poco a poco, hasta finalizar la etapa de educación primaria, prácticamente al nivel de sus compañeros y compañeras, pero sobre todo, consiguió convertirse en uno más del grupo, que trabajaba y respetaba, a todas las personas que tenía a su alrededor.

Se puede resaltar la importancia de este caso, no solo por la mejora individual provocada en Abel, que ha sido más que evidente, sino por la mejora del contexto en el que cada día este alumno tenía que "sobrevivir".

Tras el cambio metodológico, este se convierte en un contexto enriquecedor para todos y todas, en el que se producen situaciones de aprendizaje constantemente.

El Proyecto Roma, como cambio y elemento enriquecedor de contextos educativos, nos ha ayudado a comprender que, respetando a cada persona con sus peculiaridades, éstas aprenden y nosotros aprendemos con ellas. Sería extraordinario que las niñas y niños, adolescentes y jóvenes, refugiados, desplazados a la fuerza, apátridas, migrantes o autóctonos, solos o acompañados, tuvieran de hecho, no solo de derecho, la experiencia escolar que ha vivido Abel.

Algunas referencias bibliográficas

BRUNER, J. (1997). La educación, puerta de la cultura. Madrid. Visor.

DEWEY, J. (1971). Democracia y Educación. Buenos Aires. Losada

HABERMAS, J. (1987). Teoría de la Acción Comunicativa I. Madrid. Taurus

LÓPEZ MELERO, M. (2018): Fundamentos y Prácticas Inclusivas en el Proyecto Roma. Madrid: Morata

LURIA, A. R. (1974): El cerebro en acción. Barcelona. Fontanella.

MATURANA, H. (1994). El sentido de lo humano. Santiago de Chile: Dolmen

VYGOTSKY, L. S. (1979): El desarrollo de los procesos psicológicos superiores. Barcelona: Crítica.

[1] Abel es un nombre ficticio de un niño real.

[2] Para un conocimiento más detallado del modelo, os remitimos al libro Fundamentos y prácticas inclusivas en el Proyecto Roma(López Melero, M. Madrid: Morata, 2018)

Las opiniones expresadas en este blog pertenecen al autor y no reflejan necesariamente ninguna política o posición oficial de la Internacional de la Educación.